
por Hernán Hamra
La política argentina tiene una cualidad ineludible: lo que parece técnico, suele ser profundamente político. Y la Ley de Ficha Limpia no es la excepción. Presentada como una herramienta de transparencia institucional, el proyecto que busca impedir que candidatos con condenas por corrupción accedan a cargos públicos tiene, en realidad, una segunda lectura que nadie —ni sus impulsores ni sus detractores— puede ignorar: es una ley con nombre y apellido.
Cristina Fernández de Kirchner es la sombra omnipresente en este debate. Su condena en la causa Vialidad, ratificada por la Cámara de Casación, la coloca como la principal “beneficiaria” negativa de la norma. Y es precisamente esa situación la que alimenta la tesis peronista de una supuesta proscripción judicial. Sin embargo, reducir la discusión a un “todos contra Cristina” sería caer en la simplificación más cómoda.
Ficha Limpia también expone algo más profundo: la fragilidad de nuestro sistema político para generar consensos alrededor de principios básicos. La ética pública, lejos de ser un valor transversal, se convierte en campo de batalla. Mientras en muchos países de la región normas similares se aprobaron sin mayor dramatismo, en Argentina se transforman en símbolos de guerra cultural.
La paradoja es que, pese a la resistencia kirchnerista, el proyecto tiene amplia aceptación en la opinión pública. El sentido común social —ese que suele escaparle a las encuestas— avala que quienes tienen condenas judiciales firmes no deberían ocupar cargos públicos. El problema no es la idea. El problema es su contexto.
Y ese contexto está contaminado por desconfianza: desconfianza hacia una justicia que muchos perciben como politizada, desconfianza hacia un Congreso que en otras ocasiones se protegió a sí mismo con fueros impunes, y desconfianza hacia un Gobierno que impulsa esta ley justo después de perder una votación clave, como si se tratara de una vendetta estratégica.
Ficha Limpia, entonces, no es solo una reforma electoral. Es una declaración de principios, una apuesta simbólica y también una herramienta táctica. La pregunta es si el Senado logrará convertirla en ley sin que se vuelva un búmeran político. Porque en la Argentina, la ética, como casi todo, también se plebiscita en tiempo real.